En esta profesión, hay momentos en los que lo más importante no es vender, ni cobrar. Es honrar la confianza que alguien deposita en ti.
Este caso ocurrió hace poco. Yo llevaba la venta de una vivienda junto con otras inmobiliarias. Como siempre, no pedí exclusividad. Prefiero que el propietario tenga libertad de elegir. Si confía en mí, que me lo dé a mí. Si necesita comparar, que lo haga. La confianza se gana, no se exige.
Yo era quien más visitas concertaba, quien más contactos cualificados había generado. Pero otra agencia —una franquicia de renombre— fue la que consiguió cerrar la operación. Lejos de molestarnos, le agradecí al propietario la oportunidad de haberle acompañado. Porque lo importante era eso: que pudiera vender.
Pasaron los días… y entonces me llamó.
"Cristina, por favor, necesito que me acompañes a la oficina de la otra inmobiliaria. No me fio. No sé si están haciendo las cosas correctamente."
Reconozco que me sorprendió. No es habitual que un propietario vuelva a ti después de cerrar con otra agencia. Pero para mí no había duda: le dije que sí al instante.
Le aseguré que no le cobraría nada, que ya me había dado lo más valioso que podía darme: su confianza. Y que si ahora necesitaba que alguien velara por él, para eso estaba yo.
Fuimos juntos a la firma de las arras. Y ahí fue donde todo cambió. Lo que le presentaban no era un documento de arras, ni un simple reconocimiento de honorarios. Era un contrato de exclusividad modificado a mano para que dijera lo contrario. Un intento de salvar las formas con un documento que no tenía ni pies ni cabeza.
Vi cómo el propietario empezaba a ponerse nervioso. Él venía a firmar una cosa clara y le estaban presentando otra muy distinta.
Lo leí. Lo volví a leer. Y les dije con respeto y firmeza que aquello no tenía validez ni claridad alguna. Y que no iba a permitir que firmara eso. En ese momento redacté yo misma un reconocimiento de honorarios claro, simple y legal, que el propietario sí entendió y aceptó firmar.
Después de ese momento tenso, lo acompañé también a la notaría. Todo salió bien. El comprador firmó, el propietario respiró, y yo sentí que había hecho lo correcto.
Hoy en día seguimos en contacto. Me llama para preguntarme dudas, para compartir ideas, para recomendarme a personas de su entorno. No porque me “deba” nada, sino porque cuando alguien siente que lo cuidaste sin esperar nada a cambio, eso se queda grabado.
No trabajo para cerrar operaciones a toda costa. Trabajo para que el propietario entienda, confíe y decida con claridad.
No pido exclusivas. Porque quiero que las personas elijan libremente. Que comparen. Que evalúen.
Y si deciden contar conmigo, que lo hagan porque saben que lo haré bien.
Ese día, en esa oficina, me di cuenta de algo que me emociona:
sé más de lo que creo, y tengo herramientas que otras agencias no tienen, no por formación, sino por cómo miro a las personas.
Aquí estoy. Porque vender una casa no debería ser un salto al vacío. Y a veces, lo que necesitas no es una agencia más, sino alguien que te cuide.
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